Sobre el llanto

¿Os habéis fijado en lo bonito que es llorar? Pero llorar de pena. Cuantos músculos se encogen, se estremecen en todo el cuerpo. El corazón comienza a compungirse, atravesado por una punzada de dolor proveniente de lo más profundo e insospechado que podemos imaginar... Esta sensación es más dolorosa por el hecho de no saber exactamente de dónde procede. Atendemos a un truenecillo dentro de nuestra cabeza, como el eco sordo de una tormenta aproximándose. En la cara los ojos se aprietan, rebasándose un párpado a otro empapados y salados, las cejas casi se tocan, la boca adopta una mueca de furia y dolor intensos. La nariz se atora como nunca de secreciones incansables. Las gotas saladas caen, como si de una pendiente divertida se tratara, caen presurosas hacia el vacío. Las manos apremian a encerrar el rostro enrojecido. Los hombros se convulsionan, el pecho exhala hondamente pequeños pedazos de aire que expulsa in situ. La sangre se espesa en las sienes y el corazón se acorrala en la tráquea. Un nudo se lía y se lía en la garganta ahogando toda palabra, apenas escapan algunos sonidos quejosos. Y nos sentimos humanos, débiles, indefensos, solos.

El llanto aplaca, nos quedan nebulosas de sentimientos dispersos y confusos, intentando advertir cuál es el causante. Es en vano. Todo dolor, alegría, pena, recuerdo, todo, se hizo uno. Un sentimiento poderoso, capaz de agarrotar todo el cuerpo y sacudir la mente. Los ojos quedan resecos, rojos, gachos. La boca apretada hacia abajo. No se puede respirar todo lo que se quisiera, pero al menos la sangre fluye otra vez. Todo esto acompaña una sensación de alivio y un poco de esperanza. Pero sin duda, la tormenta no dejará de escucharse a lo lejos, inminente, aún gris.

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