Sobre el silencio

Esta entrada puede ser un poco larga y más para ser la primera. Pero quería empezar con algo neutro. Como bien titulo, sobre el silencio habla de aquellos recuerdos añorados que permanecen mudos en la memoria.

Busco una habitación perdida, en una casa abandonada en el tiempo.
La puerta colgaba de una bisagra desgastada, la madera estaba fría y agujereada, descolorida. El viento la mecía torpemente. En el umbral de la entrada el suelo se extendía gris aterciopelado, mullido, con alguna que otra hojarasca repentina. Al paso, el gemido dolorido de la madera sucia retumbaba en las paredes agrietadas, sucumbiendo la calma. Una calma vieja, dormida entre el viento y los árboles y el mar lejano. El aire dentro de la casa era suave, caluroso y familiar.

Aquel monstruo roto era acogedor, era como un animal dolido en las entrañas, con su pena eterna e incurable. Sólo le quedaba el aire contenido de recuerdos. El olor me pareció un susurro ajeno que poco a poco cogía forma de sentimiento, mientras mis pasos se dirigían hacia aquella habitación perdida. Las salas estaban apagadas, la luz era incapaz de darles vida. Relucientes antaño, ahora estaban cuarteadas, grises, manchadas de moho y vacías. Vacías.

Contemplé con estupor la decadencia del techo. Partido en dos, con su esqueleto al descubierto, capaz de echar a perder toda seguridad que se pueda depositar en él. Seguí caminando, buscando. A cada paso la misma tragedia magnificada, la misma muerte en cada rincón oscuro. Las cortinas no ondeaban en las ventanas ahora cerradas. Se mostraban negras de luto, raídas y pesadas. Siempre me parecieron liberadoras verlas movidas suavemente por la brisa.

Mis pies pararon incontenibles de melancolía. La mirada al suelo, incapaz de retener más añoranza. Pero de pronto el olor se intensificó, y el sentimiento me hizo caer en un silencio profundo, de risas mudas, de gritos alegres, de charlas animadas, de miradas cómplices... La habitación presentaba un aspecto lamentable, pero aún pude sentir que albergaba todo lo que necesitaba recordar. Tal y como la recordaba con todo lo que me hacía vivir.

La mesa de caoba estaba colocada en el centro de la sala con su mantel de bordado blanco y su jarrón de flores frescas. En el amanecer solitario, el sol la bañada de una luz tenue y nueva. A lo largo de la mañana se iba volviendo cada vez más luminosa y con ella todo su alrededor. Brotaba una sensación tranquila y alegre. Era el centro de la vida diaria, de las reuniones más animadas, de los momentos más memorables. Al atardecer, la casa entera enmudecía, aletargada acaso por el suave contemplar del cielo. La noche inundaba el color brillante de la estancia, pero no mataba su encanto.

Y ahora estaba callada para siempre. Sólo proyectada en recuerdos mudos.

Me dio por pensar en todo lo que pasó, en todo lo que se pudo haber hecho y no se hizo. En todo lo que se calló y no se escuchó. Nunca tuve voz, sólo podía limitarme a observar, oír y callar. Nunca tuve viento al que gritar mi rabia. Sólo me queda el silencio profundo de los recuerdos, aspavientos de sensaciones mutiladas que no sé ya ni de dónde vienen ni porqué.

Allí quedará anclada en el tiempo, cayéndose lentamente, con parsimonia, como si se regocijara en su propio destino fatal, como si le doliera deshacerse de cada parte de sí, de cada vivencia que la hizo ser lo que fue.


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