s/t

El aire arreciaba al atardecer, la noche caía espesa sobre las cada vez más desiertas callejas. Caminaba apretando el paso, recorriendo el duro asfalto de calles sin nombre. Con rumbo fijo, a refugiarme de esa negrura.

El aire tormentoso se deslizaba cálido sobre mi cara. La calle era larga y recta, no pasaban coches ni gente y crucé para tomar la trasversal a la izquierda. Cuando torcí la esquina me pareció entrar en otro mundo; el aire dejó de silbar y de moverme los cabellos. Las hojas no rodaban y el calor se hizo seco, casi imperceptible. La calle enmudecida por unos instantes me obligó a mirar en derredor, sin dejar de caminar. Se me antojó extrañamente peligrosa y segura a la vez.

Duró un instante, menos de lo que pudiera haber contabilizado un reloj.

El aire comenzó a levantar levemente la hojarasca abandonada; como una brisa, me trajo el calor húmedo a los brazos.

Me fue divertido pensar que, por ese instante, burlé al aire en su juego travieso de un esquinazo.

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